Cusco y Perú festejan a lo grande el centenario del “descubrimiento” de Machu Picchu, cuando las investigaciones de Hiram Bingham pusieron a la ciudadela inca en el mapa visible del mundo. Desde entonces, las impactantes ruinas de piedra, en el corazón de un paisaje más impactante todavía, se convirtieron en un icono mundial.
El impresionante emplazamiento de las ruinas incaicas, casi a pico en la montaña.
EL CENTRO MAGNETICO DEL MUNDO Cuenta el escritor cusqueño Luis Nieto Degregori en Grito de piedra, un libro publicado en ocasión del centenario de la ciudadela, que “algunos de mis paisanos reaccionaron de inmediato al descubrimiento de Machu Picchu en julio de 1911. La noticia sobre el hallazgo de Hiram Bingham, dicho sea de paso, fue al comienzo apenas un rumor, corroborado hacia el mes de octubre por cartas que escribió desde Lima Albert Giesecke, el joven científico norteamericano a quien el presidente Leguía le había confiado el rectorado de la Universidad Nacional del Cusco y que se encontraba en la capital por razones de salud. Testimonio de esto lo da el primer intelectual que visitó Machu Picchu, el historiador José Gabriel Cosío. El añade, además, que detalles más precisos sobre la expedición de la Universidad de Yale los encontró en los periódicos de Lima, después de que Bingham anunciara su descubrimiento, con bombos y platillos en la Sociedad Geográfica Nacional de los Estados Unidos (la ahora mundialmente famosa National Geographic)”.
Claro que un siglo después Marian Bingham –la nieta del arqueólogo– se hace eco de una viaje de reivindicación de los pobladores e historiadores y asegura a la prensa peruana que su abuelo no “descubrió” propiamente Machu Picchu: “El se lo enseñó al mundo. No lo descubrió, porque Machu Picchu ya estaba ahí y la gente lo sabía. El se enteró de eso y dio un paso más allá: traer la atención del mundo sobre la ciudadela inca”.
Una atención que desde entonces no dejó de crecer: entre 1920 y 1940 empezaron las primeras llegadas turísticas, gracias a la construcción del ferrocarril entre Cusco y Santa Teresa, pero pasarían varias décadas más hasta que finalmente en los años ’70 Machu Picchu se volvió “un destino anhelado para millones de personas a lo largo y ancho del planeta”. Estaban los esfuerzos para impulsar las inversiones turísticas –agrega Luis Nieto– pero también “el anuncio, en plena efervescencia del hipismo y de las creencias en la Nueva Era, de que el centro magnético de la Tierra se estaba trasladando del Tíbet a Machu Picchu”. Esa energía que mana de la montaña y de la ciudadela firmemente arraigada sobre sus laderas es casi tangible, y sigue siendo un imán impresionante para los visitantes que, en plan místico o profano, quedan igualmente cautivados por la magia del lugar y el entorno.
Las piedras, cuidadosamente talladas, forman ventanas trapezoidales.
LLEGANDO A LA CIUDADELA Machu Picchu, o “montaña vieja”, es inseparable del Huayna Picchu, la “montaña joven” que le sirve de fondo. En las primeras horas de la montaña, cuando se levanta una bruma vaporosa, o en las últimas horas de la tarde, cuando Inti se oculta detrás de los Andes, son la imagen más rápidamente reconocible de ese mundo inca que floreció alrededor del siglo XV.
¿Fue este lugar un santuario levantado con fines religiosos? ¿Fue una ciudadela fortificada con objetivos militares? ¿Fue acaso un centro de cultivo de coca destinada a los sacerdotes, o un refugio seguro para las intocables Vírgenes del Sol? Las preguntas siguen siendo más que las respuestas: lo que sí está comprobado –arqueología mediante– es que el sitio estuvo ocupado desde hace unos dos milenios, y que su abandono antes de la conquista española fue, junto con su extraordinaria ubicación, lo que permitió preservarlo de los ojos indiscretos.
Llegar hoy a Machu Picchu requiere cierto tiempo y también respeto a las condiciones de la naturaleza. El aislamiento al que quedó sometida el año pasado por una serie de fuertes lluvias está ahí para recordarlo: de algún modo, los antiguos dioses aún custodian su territorio. La regla de todo buen viajero es llegar temprano: el sitio abre desde las seis de la mañana hasta las cinco de la tarde, y muchos quieren estar desde las primeras luces del día para reiterar la vieja ceremonia inca de homenaje al sol. Para eso habrá que pasar la noche en Machu Picchu Pueblo (Aguas Calientes), arribando en tren desde Cusco (la única manera diferente es en helicóptero). Hay varios servicios de ferrocarril, que van desde el tren local hasta el de lujo, con diversas paradas: Poroy, Ollantaytambo, Qorihuayrachina (donde comienza el Camino del Inca) y Aguas Calientes, desde donde salen los buses que recorren la serpenteante carretera Hiram Bingham hasta la puerta misma de la ciudadela. Otra opción, aunque para pocos, es pernoctar en el hotel que tiene vista misma sobre las ruinas, una de las “flores en el ojal” de la cadena Orient Express. Por supuesto, la visita a Machu Picchu no viene sola, sino que hay que sumarle algunos días para recorrer los pueblitos de la región, donde se preserva la más arcaica cultura andina, sin olvidar la extraordinaria riqueza mestiza de Cusco, el antiguo centro del Tahuantinsuyo y “ombligo del mundo”.
Una vista aérea de la ciudadela de Machu Picchu.
VISITANDO MACHU PICCHU Hoy como ayer, los distintos sectores de la ciudadela se recorre siguiendo el itinerario y los nombres que les puso Bingham hace un siglo. ¿Cuánto de preciso pueden tener? Tal vez no demasiado, pero en este caso la tradición manda. Así, paso a paso el visitante irá recorriendo desde la Casa de los Cuidadores de las Terrazas hasta los nichos sagrados del Templo del Sol, donde se cree que los incas se dedicaron a la observación y el desciframiento de los misterios del cielo. Enfrente se encuentran el Sector Real y una zona que se cree puede haber sido un cementerio. Aquí se destacan el Templo de las Tres Ventanas, donde asombran precisamente las ventanas talladas en piedra en perfecta forma de trapecio, y el Templo Principal, que algunos historiadores consideran estaba destinado a los preparativos rituales de los sacerdotes antes de las ceremonias.
La sorpresa se manifiesta en todos los idiomas: basta quedarse un rato para ver pasar el mundo frente a los ojos, mientras visitantes de todas partes del globo comprueban in situ lo que parecía imposible: lo avanzado y refinado de esta cultura de los Andes, oculta durante siglos a las curiosidades de los demás pueblos. No es una de sus manifestaciones menores el Intihuatana, o reloj solar, una piedra que al parecer se utilizaba para medir los ciclos de las estaciones y el paso del tiempo.
En verdad al visitante no le resultará fácil distinguir un sector de otro sin ayuda de los guías, pero a grandes rasgos se encontrará a medida que avance por la ciudadela con la llamada “zona agrícola” –las regulares y fértiles terrazas de cultivo– y la “zona urbana”, dividida de la anterior por un muro de unos 400 metros de largo. Esta a su vez se divide en un sector alto y otro bajo, siguiendo la organización social andina, alrededor de una plaza alargada construida en terrazas que se acomodan según los desniveles de la montaña. Es aquí donde aparecen el Templo del Sol, la Residencia Real, la Plaza Sagrada, el Grupo de las Tres Portadas, el Grupo de los Tres Morteros, el Grupo del Cóndor... Finalmente, la “zona de las canteras” es un sector algo más rústico donde posiblemente vivían los guardianes de Machu Picchu, y donde se han encontrado numerosas herramientas que probablemente sirvieron en la construcción del conjunto.
Cuando haya llegado la hora de emprender el regreso hacia Aguas Calientes, la visión que se tenía de los incas y sus increíbles paisajes probablemente haya cambiado para siempre. Lo que no cambiará es la ciudadela misma, siempre aferrada a su montaña de piedra y expuesta, con convicción de eternidad, a los elementos que la aíslan y la fortalecen para las generaciones que seguirán admirándolas cientos de años después de Hiram Bingham